Mercè Brey

«Somos, ante todo, seres enérgicos. Gestores de energía femenina y masculina. Cuando estas están en equilibrio, evolucionamos».
«Hoy en día es la empresa la que tiene la capacidad de crear una nueva realidad. Y las empresas somos las personas... y si las personas evolucionan, todo cambia...».

¡Me alegra saludarte de nuevo! Con ganas de compartir y con energía rebosante después de unas vacaciones reparadoras.

De hecho, éstas han sido distintas, han ido más allá del descanso y la desconexión. Te cuento.

Tengo tres hijos. Como suelo decir medio en broma, destilo mi defensa de la Diversidad incluso en casa. Variedad en género y en color: dos chicos, una chica, un negro y dos blancos.

Mi hijo de color nació en Linhares, en la región de Espíritu Santo en Brasil. Cumplía 18 años el último domingo de julio y acordamos que el mejor regalo sería celebrarlo en la tierra que lo vio nacer.

Ya sea por trabajo o por ocio he viajado en numerosas ocasiones al país. Y una vez más me ha fascinado la amalgama de todo tipo que convive, con ese toque que, a veces, resulta incluso salvaje. Auténtica diversidad, aunque sea inconsciente, aunque no sea buscada. Es algo natural.

Itaúnas es un precioso lugar. Una pequeña aldea de calles de tierra y edificios bajitos, muchos a medio acabar. De gentes sencillas, que viven de la pesca y de un turismo tranquilo.

Como dijo Décio, el propietario de la Pousada donde nos hospedamos, “éste es un sitio bucólico, donde casi nunca ocurre nada”.

Kilómetros y kilómetros de playas desérticas. Arena blanca y dorada, aguas cristalinas, a veces turbias. Cocoteros, eucaliptos y mata atlántica.

En sus calles sin asfaltar, sobradas de baches y arena, andan de aquí para allá blancos, negras, mestizos. Flacas, rollizos, tatuadas o no. Gente del campo, regentes de posadas, pescadores y personas que simplemente están. Ahí conviven sin más, un espacio para cada cual.

A mis ojos, un paraíso. Tierra auténtica todavía sin la profunda impronta del desarrollo feroz. Donde las cosas pasan y poco más. A su ritmo todo gana su espacio. Y convive. Auténtica diversidad, diversidad natural.

Y qué paradójico que, en nuestro estupendo primer mundo, tengamos que legislarla. Resulta que la diferencia es un estigma, pues lo que prima es la homogeneidad. En lo físico y en lo mental.

Para sobrevivir y para triunfar, a tenor de los cánones establecidos, hay que mantenerse en la estrecha franja de la uniformidad. Es el mensaje que subyace al que, igualitariamente, nos subyugamos. Y para no asfixiarnos del todo, nos deja un pequeño margen, una zona de falsa realidad donde creemos comportarnos y mostrarnos como seres únicos y auténticos, diferentes y distinguidos. Incidiendo en que yo soy yo y tú eres tú.

Existe un planteamiento generalizado que aboga por defender la Diversidad a través de la aceptación de la diferencia; de los otros respecto a mí. Imagina empezar a verla como la oportunidad de descubrir en mí esa parte que es distinta y que tú me muestras, que no tengo reconocida, que va más allá de la pura formulación física que, al fin y al cabo, es lo menos relevante. Porque yo soy yo, pero también soy tú.

Y mira por dónde, qué lección inesperada me ha regalado observar atentamente esa Diversidad desnuda de pretensiones. Me ha mostrado veladamente el absurdo de perseguir la diferencia, ya sea para denostarla o para ensalzarla, y también la grandeza que significa contener todo aquello que es posible. Al fin y al cabo, solo se trata de reconocer en mí aquello distinto que tú me muestras.

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