Mercè Brey

«Somos, ante todo, seres enérgicos. Gestores de energía femenina y masculina. Cuando estas están en equilibrio, evolucionamos».
«Hoy en día es la empresa la que tiene la capacidad de crear una nueva realidad. Y las empresas somos las personas... y si las personas evolucionan, todo cambia...».

A nuestra cultura patriarcal, la idea de que las personas seamos genuinas y auténticas no le apetece nada. Le gusta más que las mujeres seamos complacientes con los demás, que necesitemos de la aprobación de terceros y que evitemos la confrontación.

Del mismo modo, insta a los hombres a mostrar su carácter, a que apuesten por el éxito (entendido como el acopio de bienes materiales y reconocimiento externo) y a que no sean proclives a mostrar sus sentimientos.

Sin embargo, cada nueva generación cuestiona con más ahínco estos principios absurdos y muestra con menos tapujos ese deseo irrefrenable de ser y vivir una vida auténtica.

Un ejemplo de este corsé social que representa el patriarcado es, sin duda, el sentimiento de culpa que amedrenta a tantas mujeres. Tradicionalmente, las mujeres hemos aprendido que acarrear con el bienestar emocional de las personas que nos rodean es nuestro deber y desviarnos de esta función se traduce en un profundo sentimiento de culpabilidad. La culpa se torna entonces una terrible arma
inmovilizante, limitando nuestro desarrollo.

En la fase de investigación previa a escribir Alfas y Omegas, el poder de lo femenino en las organizaciones, recuerdo la entrevista con Angelica Di Carpio quien nos contaba como, en una sesión de coaching con una alta directiva, su clienta sentía un desgarrador sentimiento de culpa cada vez que viajaba y no podía preparar a su bebé el caldito de pollo que su madre le preparaba a ella cuando era niña.

Fríamente analizada esta situación, la directiva entendía perfectamente lo ridículo de su sentimiento, pero en cambio, era algo que le sobrepasaba y le provocaba un gran desasosiego. Así de hondas son las improntas del patriarcado…

Es natural que nos guste cuidar y complacer, pero «necesitarlo» para sentirnos bien es sinónimo de ceder nuestro poder. Y cuando unas y otros cedemos nuestro poder, entramos en un proceso de desnaturalización de nuestra identidad, que nos va alejando de nuestra verdadera esencia.

Para detener este proceso, necesitamos volcar nuestra intención en aceptarnos genuinamente. Precisamos escuchar nuestros sentimientos más íntimos y dilucidar qué los motiva. Atenderlos con compasión e ir en la búsqueda de lo que realmente nos mueve y nos genera bienestar.

La ruptura con viejas ataduras y patrones constituye el impulso evolutivo hacia la autenticidad. Es una especie de camino iniciático para recuperar nuestro poder.

Requiere determinación, valentía y capacidad para colocar en su lugar sentimientos que nacerán del rechazo, la crítica o la incomprensión una vez empecemos a poner límites y a reclamar aquello que cedimos por sumisión.

Ciertamente el precio a pagar por la autenticidad es elevado pero la recompensa lo es mucho más. Desapegarse de la necesidad de complacer, de agradar, de ser valorad@s por terceras personas… nos dota de un poder inusitado que redunda en nuestro propio beneficio e inspira, a quien nos rodea, a ser fieles a su propia verdad.

Una forma de empezar (¡o de acelerar, si ya has empezado a andar el camino de la autenticidad!):
pregúntate «¿qué es para mí la autenticidad?». Piensa en una persona que consideres «auténtica»: ¿Qué características diferenciales le ves? ¿Qué brecha hay entre lo que observas en esa persona y en ti? Decide: ¿Qué voy a dejar de hacer? ¿Qué voy a hacer de nuevo en pro de mi autenticidad?

Ser auténtic@ requiere pagar el precio de asumir las consecuencias de las decisiones que tomemos en pro de nuestra evolución. Pero la recompensa es enorme: recuperar las riendas para vivir la vida que YO decido vivir.

¡Ánimo, merece la pena!

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