Hace pocos días vi la película El hombre que conocía el infinito, dirigida por Mathew Brown e inspirada en el libro del mismo nombre escrito por Robert Kanigel.
Este film narra la historia de Srinivasa Ramanujan, matemático autodidacta indio nacido en Madrás en 1887. Sin título universitario alguno, tenía la capacidad de captar las estructuras subyacentes de los números, alcanzando resultados novedosos sin apoyarlos en demostraciones formales.

Descubierto su talento, fue invitado por el reconocido matemático G. H. Hardy a presentar y desarrollar sus teorías en la prestigiosa Universidad de Cambridge. A pesar del desprecio y acoso racista que recibió por una parte de la sociedad inglesa, llegó a ser miembro electo de la Royal Society de Londres una vez fue reconocido su talento y situado al mismo nivel de científicos tan relevantes como Isaac Newton.
Además de su extrema inteligencia, de Ramanujan me llama poderosamente la atención su forma de aprender. Cuando un miembro del ilustre claustro del Trinity College le preguntaba cómo era capaz de semejantes proezas matemáticas, él simplemente respondía que los números y las fórmulas acudían a su cabeza y que su trabajo tan solo consistía en ordenar la información recibida.
Obviamente, esta forma de aprendizaje chocaba frontalmente con la rigidez del sistema imperante en la época, absolutamente racional, cuyo núcleo era la necesidad acuciante de demostraciones rigurosas para dar veracidad a cualquier teoría.
Dicho por él mismo, el aprendizaje de Ramanujan estaba basado en permitir que los números se revelaran en su mente tras largas meditaciones. Solía decir una frase preciosa: «los números y las fórmulas son los pensamientos de Dios». Y añadía: «el conocimiento está ahí, a disposición, sólo hace falta captarlo».
La genialidad de Ramanujan tenía una esencia poco habitual, una forma de aprender absolutamente disruptiva para su época, y aún para la nuestra.
Ramanujan aprendía en femenino.

Aprender en femenino es confiar en la intuición.
Aprender en femenino es trascender la racionalidad. Es dejar de perseguir el conocimiento para permitir que el conocimiento venga a ti y te impregne. Es soltar el control y confiar, es reconocer la fuente de la sabiduría en nuestro interior. Es, en definitiva, abrirse a la intuición.
Ramanujan escribió tres cuadernos repletos de fórmulas y teorías y, cuando le preguntaban cómo sabía que eran correctas, respondía «simplemente lo sé» y en un porcentaje muy elevado esa intuición ha resultado ser efectiva. Tanto es así que, en el argot matemático, se usa el término «intuición aritmética» cuando esta certeza no contrastada emerge con fuerza.
En un entorno racional, como el que se encontró Ramanujan en Cambridge o el que encontramos hoy en la gran mayoría de organizaciones, la intuición tiene poca cabida. Le damos absoluta preponderancia a lo que podemos razonar conscientemente en detrimento de aquello que emerge del inconsciente, a pesar de que el almacén principal de información lo tenemos precisamente ahí.
Aprender a confiar en nuestra intuición puede llegar a ser, incluso, una ventaja competitiva. Sirva de ejemplo la afirmación que realizó en cierta ocasión Jeff Bezos, fundador de Amazon, quien dijo «cuando tengo que tomar una decisión importante la analizo, pero siempre acabo haciendo caso a mi intuición».
Estamos tan acostumbrados a desoír a nuestra intuición que, en muchas ocasiones, nos asalta la duda de cómo diferenciar entre intuición o una simple interpretación de nuestra mente.
Una forma sencilla de discernirlo es prestando atención a la reacción de nuestro cuerpo, pues la verdadera intuición suele venir acompañada de una emoción y de una sensación física, ya sea un cosquilleo en el estómago, un escalofrío o un vuelco en el corazón.
Ceñirnos a la evidencia nos empobrece, nuestro racionalismo nos ha robado nuestra sabiduría.
En cambio, soltar el control y confiar en nuestra capacidad de captar y procesar información más allá de nuestra mente consciente, es permitir que ocurran cosas extraordinarias.
Como Ramanujan evidenció, la intuición es trascender las limitaciones que como humanos nos hemos impuesto.